Sonaron Los campanilleros en la voz de la Niña de la Puebla y yo me vi jugando en la esterilla de casa, bañado por el sol. Tú cantabas mientras lavabas la ropa en el lavadero del diminuto patio; ese que en verano se llenaba de aromáticas flores de la pasión, emparradas.
Los diez pétalos representaban a los diez apóstoles fieles —claro, no estaban ni Judas ni Pedro, porque habían negado a Jesús—.
La corona de filamentos simbolizaba la corona de espinas.
Los cinco estambres, las cinco llagas de Cristo (manos, pies y costado).
Las tres puntas del estigma representaban los tres clavos de la crucifixión…
Así lo había aprendido de la abuela, tu madre, y así se lo contaba yo a las criaturas de mi edad que, en las tardes de verano, venían a visitarnos para extasiarse con el enigma y el olor del rosal de la pasión.
A raíz de escribirte esta extensa carta me he enterado de que esta interpretación simbólica era utilizada por misioneros católicos en América del Sur en los siglos XVI y XVII, cuando usaban la flor para explicar la Pasión de Cristo a los pueblos indígenas. Tiene gracia: yo, misionero, aleccionando a los niños salvajes del cerro.
Vuelvo a la sala habilitada por el tanatorio para la ceremonia. Levanto la cabeza y regreso a las exequias de mi padre. El féretro ya está expuesto. Una mujer vestida de negro, a la que no conozco de nada, habla sobre él; refiere su carácter afable y bromista: “siempre tenía un chiste para los amigos”.
Siento pena y cierta amargura. Más hubiera valido que un párroco local, con su pompa, hubiese relatado la Pasión de Cristo, porque se habría acercado más a la verdad: la realidad de miles de hombres y mujeres que nacieron en la Guerra Civil, se pasaron la vida haciendo milagros para los suyos y murieron después entre el abandono inmisericorde y el remordimiento al que finalmente nos lanza la vida.
Al tanatorio acudieron algunos vecinos y familiares, y entre estos estaba tu cuñada, la mujer del hermano mellizo de mi padre. Se la ve bien; no aparenta la edad que tiene. Me impuso rememorar aquellos años en los que la familia de papá se encontraba reagrupada en torno al cerro coronado por un basurero.
De él emanaban las calles, en pendientes pronunciadas, por las que se precipitaban las angustias, los anhelos y los recelos de una gente demasiado acostumbrada a la lucha por la supervivencia.
Hablamos de cómo la gente se hacía las casas con sus propias manos, ayudándose los unos a los otros. Y en ese momento ocurrió algo que me gustaría un día poder comentar contigo.
Yo le referí que sí, que los esfuerzos que hicisteis para levantar aquellas casas de barro y piedra fueron inmensos, y que de hecho a ti te costó —a causa de una caída mientras trajinabas material de obra— el aborto de dos fetos mellizos.
Se quedó callada, pensativa, con una mirada amarga y decepcionada:
—¿Cómo? ¿Que tu madre tuvo un aborto de mellizos? Yo no sabía nada de eso…
Me pregunto por qué se lo ocultaste, y si lo ocultaste también a más gente.